Un municipio con historia

El municipio de Gójar ha experimentado una dilatada trayectoria histórica. Su condición de alquería o agrupación libre de vecinos ha estado sujeta a los acontecimientos acaecidos en Granada, su capital, dada su cercanía. Aunque carecemos de documentación, sus orígenes pueden estar relacionados con la cultura romana o íbera en consonancia con los de otras alquerías vecinas.

Conócenos

Historia de Gójar

Mejor constatada tenemos su historia desde tiempos de los Ziríes, durante el S.XI. Este pueblo beréber del Norte de Africa llegado al Península en tiempos de Almanzor como mercenarios rehabilitaron la ciudad de Granada situada en el Albaicín, extendiendo esta dinámica a las alquerías más próximas, entre las que se encontraba Gójar, pueblo en cuesta. Notables señores ziríes debieron asentar sus almunias o huertas de recreo y producción en este núcleo. 

La mano de obra para cultivarlas la obtuvieron de entre un pequeño grupo de labradores establecidos en la zona que hoy conocemos como Las Callejas o Calle de los Jardines, nombre atribuido a los pequeños huertos que debieron tener junto a sus casas. Así permaneció la situación hasta 1492, fecha de la conquista de Granada, cambiando el dominio de los señores musulmanes por el de los castellanos.

La huella musulmana dejó su impronta en este pueblo con construcciones como una Mezquita (sobre la que se asienta la actual iglesia); una Aljibe (ubicada dónde se emplaza actualmente el Pilar); La Casa del Alfaquí; Numerosos cementerios o Macáber en las Eras Altas; una Rábita o ermita musulmana; un Serrallo; Dos Hornos (uno en la Calle Real y otro junto a la antigua mezquita); Dos Molinos Harineros (Vedril y Ampuero); un sistema de riego con dos Acequías: Alta y Baja.

La reconquista castellana no alteró la vida de la población mora de Gójar pero a lo largo del siglo XVI sus costumbres y libertades fueron menoscabadas, situación que llevó a la revuelta de los moriscos granadinos de Las Alpujarras de 1568-70. Como no podía ser menos, sus homónimos de Gójar se fueron a la sierra a combatir quedando la alquería prácticamente deshabitada. Ocasión que aprovecharon las gentes del Padul, mediante petición a Felipe II y correspondiente concesión, para instalarse en tierras gojareñas argumentando la inestabilidad de su población de origen por el paso incesante de tropas destinadas a combatir la insurrección alpujarreña. 

El vacío de habitantes se completó con personas procedentes de Jaén que se asentaron en los alrededores de la Calle Real, formándose la Plaza y las calles Verónica, Iglesia y Cantarranas. Señores eclesiásticos y laicos de Granada pasaron a ocupar las mejores tierras y fincas de la alquería, gran cantidad de ellas las poseía Diego Fernández de Córdoba, señor de Guadalcázar y en el S.XIX pasaron a manos de José Genaro Villanova, un agricultor a renta que amasó una gran fortuna, la compra incluía la sede marqués, La Casa Grande, cuya parte más antigua data de los siglos XV-XVI y todavía se conserva junto al palacete construido en el S.XIX.

Javier García Benítez. Licenciado en Historia por la Universidad de Granada

Leyenda del fraile

En el cerro de Gójar un fraile ayuda a los pobres con su caridad:
los consuela, les da medicinas y a la Virgen pide los libre del mal.
(Letra de las “Coplas de la Aurora”).

A comienzos del siglo XVII la comarca de Gójar era un conjunto de caseríos y huertas pertenecientes a señores de la nobleza granadina, o a burgueses poderosos e influyentes. La iglesia tenía también su buena parte, ya que eran no pocos los conventos que se habían erigido en aquellas laderas, fértiles gracias a las acequias y ramales de riego que los moriscos habían construido. En buena cantidad eran todavía moriscos (nos situamos en unos años anteriores al decreto de expulsión de Felipe III) los que, al servicio de los señores, seguían cultivando la tierra, y regándola con las limpias aguas que bajaban de Sierra Nevada.

Al convento de los franciscanos de Gójar pertenecía un frailecico que pronto se hizo popular entre las gentes rústicas de la zona, ya que pasaba buena parte del día entre ellos: o les pedía limosna para el convento, o buscaba plantas silvestres (collejas…) para la parca cocina conventual, o para la enfermería, pues también era un experto herbolario.

 

Era un hombre, este fraile, de poca apariencia física, pequeño de cuerpo, aunque fuerte y bien proporcionado. Hijo único de una rica familia granadina, sus padres, después de los lógicos forcejeos con la voluntad del hijo, habían aceptado con dolor humano y resignación cristiana la pérdida del hijo, arrebatado por la inquebrantable vocación religiosa.

Fray Roque, éste era su nombre, no era, por tanto, uno de los muchos jóvenes que acudían a los conventos escondiendo tras la careta de la vocación religiosa la verdadera cara del hambre, o de la falta de amo al que servir, o de tierras que labrar, o de horizontes hacia los que caminar, en aquella España poderosísima entre las naciones, pero devastada y paupérrima para tantos hijos hambrientos.

Fray Roque era un sincero seguidor del pobrecillo de Asís: por eso estaba siempre alegre, y trasmitía a las gentes sencillas de la comarca la alegría honda que no tiene por causa el estómago y la vanidad satisfechos, sino una fe religiosa muy acendrada y segura. Mas no era sólo su alegría lo que trasmitía el frailecico. Como ya queda dicho, hacía el bien continuamente. Sabía ver las necesidades de todos, tanto en sus andanzas por la comarca, entre campesinos y pastores, como en el propio convento; y a todos acudía y les buscaba remedio, con la fina inteligencia de su buena educación y con el celo de la verdadera caridad fraterna.

En el otoño de 1606, una epidemia de cólera asoló la comarca. Las gentes pobres que malvivían en cabañas y en chozas veían enfermar a sus familiares, los veían debilitarse víctimas del morbo, y morir, sin poder hacer apenas nada por aliviarlos.

En tan duros tiempos para la población, el fraile Roque se volcó más todavía, sacando fuerzas físicas de su virtud espiritual, en su vida de caridad. Era además nuestro fraile un gran devoto del santo cuyo nombre llevaba: San Roque, su otro maestro en la caridad cristiana junto al de Asís; San Roque, hijo único, como él, de una familia rica, y entregado por amor fraternal a asistir a las víctimas de la peste, que asolaba Europa tres siglos antes.

Nuestro frailecico veía que las necesidades de los gojareños eran muchas, en aquellos tiempos de epidemia, y pidió permiso al prior para no tener que volver al convento cada noche. La pasaría donde buenamente le pillara, donde hiciera falta llevar algún lenitivo para el sufrimiento, aunque sólo fuera el de su siempre risueña y serena presencia.

Remitió al fin la epidemia; y el dolor de los que quedaron comenzó a restañarse, por esa ley de la vida que obliga a los vivos a seguir su camino, llevando, de los parientes que dejan atrás, sólo la memoria en la cabeza, la sangre en las venas, y el amor en el corazón. Nuestro fraile, mientras tanto, se había habituado a vivir siempre fuera del convento; a pasar la noche en cualquier pobre choza donde pudiera acompañar a algún necesitado; a ir a la iglesia con la gente del pueblo, a pedir a Dios clemencia para los niños que quedaban sin madre, para las madres que perdían a sus hijos.

Fray Roque veía que los que llevaban una vida más dura eran los pobres pastores que cuidaban “sus” rebaños en las laderas del monte, entre los ríos Dílar y Aguas Blanquillas. Por ello pidió licencia a su prior para quedarse entre ellos, y hacer vida de ermitaño; viviría de las limosnas de los pastores, y les ayudaría en cuanto estuviera en su mano: buscándoles hierbas medicinales, tejiéndoles esparteñas, enseñando a leer a sus zagales.

El prior concedió de buen grado su permiso, ya que veía que fray Roque había elegido el camino acertado para su vocación, y el más beneficioso para aquellas pobres gentes; incluso, probablemente, el más provechoso para el convento.

El frailico excavó una pequeña gruta en la ladera del monte, sobre los parajes de Macairena, en la margen derecha del barranco, un lugar al que los pastores llamaban El Collado. Y allí vivió, sin más compañía que la de una pequeña imagen de su santo homónimo. También San Roque había vivido, ya contagiado y enfermo de la peste, en una pequeña cueva, en Piacenza, adonde el perrillo que siempre aparece junto a su imagen le llevaba, milagrosamente, el alimento que necesitaba. Fray Roque no estaba enfermo, así que él mismo saldría a buscarlo por el amor de Dios y de sus criaturas.

Bastantes años vivió Roque de ermitaño, en la presencia de Dios, que se siente más cerca en la altura del monte, junto a los pastores, y junto a todas las demás criaturas que poblaban la tierra: los rebaños de ovejas y cabras, los pajarillos cantores y las majestuosas águilas, los zorros y lobos, acechantes y astutos, los tímidos conejos, las silenciosas culebras.

Esta fue la compañía del poverello del Collado: Dios y sus criaturas. Y en esta vida de pobreza y caridad pasó los años que le quedaban para estar en la tierra.

Tocayo, levántate y ven conmigo. Vamos a ver a Jesús.

Y de esta forma vivía cuando le llegó la hora del tránsito, en la Nochebuena de 1617. Ocurrió como sigue. Fray Roque ya dormía en la cueva. En medio del sueño, tuvo una aparición: la imagen de San Roque que tenía en un minúsculo altar de la gruta, cobró vida, se convirtió en un San Roque glorioso, y resplandeciente mucho más que una gran hoguera. Y el santo le dijo: “Tocayo, levántate y ven conmigo. Vamos a ver a Jesús”. Fray Roque despertó sobresaltado, salió de la cueva y vio que la luz de su sueño brillaba más arriba, en medio de la ladera. El ermitaño empezó a trepar apresurado. No sentía el frío intenso, ni la ventisca que lo azotaba y casi le arrancaba los harapos. Al llegar a donde había estado la luz del santo, su cuerpo quedó paralizado, bloqueado, convertido en Roca: el sentido simbólico y premonitorio de su nombre se cumplía. Mientras, su alma volaba por las regiones celestes, ahora tan resplandeciente como el alma de su tocayo.

Antonio González Fernández